Hay un dictum socrático que suena muy bien, pero que no se lleva a la práctica con la periodicidad y rigurosidad que lo merece: "Conócete a ti mismo."
Pasamos gran parte de nuestra vida sin examinar de qué estamos hechos, por qué nos sentimos atraídos a algunas cosas, por qué rechazamos otras tantas. Vamos por la vida en modo automático y pensamos que las cosas son así porque sí. No nos damos cuenta que somos el producto de factores genéticos y epigenéticos que configuran nuestro universo interior, que realmente contamos con la posibilidad de editar nuestros comportamientos de manera consciente por medio de estrategias, trabajo y disciplina.
El conocernos a nosotros mismos no es un ejercicio sencillo. Debemos contar con la madurez y el aplomo para ver las partes menos favorables de nuestro carácter. Esas partes, desde la perspectiva Jungiana, son las que se manifiestan por medio de proyecciones sobre las demás personas. En ese sentido, es una buena estrategia indagar el por qué sentimos repudio por determinadas personas y a partir de ahí, mirar que tan culpables somos de los males que señalamos en los demás.
El dedicar tiempo a nuestra exploración interior, desde donde lo veo, es un ejercicio que nos hace más empáticos y menos prejuiciosos. Es un ejercicio que nos invita a deshierbar nuestro jardín antes de opinar sobre el del vecino. Es un ejercicio que nos permite explorar los límites de nuestro potencial.
Manos a la obra.
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