Todos los días tenemos la oportunidad de ofrecer un trato amable a todas las personas con las que nos encontramos. Podemos decidir, incluso justificadamente, que algunos no la merecen, sin embargo esto supondría que nuestro comportamiento está supeditado a una reacción externa sobre la que no tenemos ningún control.
Si hemos decidido que la amabilidad es un bien por sí mismo, mal haríamos en limitar su ejercicio sólo con las personas que consideramos dignas de recibirla. Ser amables con todos con los que nos encontramos, incluídos aquellos que no actúan de manera recíproca, es algo que hacemos porque consideramos que es un algo cuyo beneficio en la sociedad es mayor que nuestro ego.
La amabilidad no es debilidad. La vulgaridad no es fortaleza.
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