Desde que el hombre es hombre, la búsqueda ciega de placeres rápidos ha sido el camino que ha enviado a muchos a la tumba, al remordimiento o a la perdición sin remedio. El querer activar el sistema de recompensa del cerebro de manera constante e insensata nos lleva sin remedio al colapso físico, psicológico y emocional.
Es fácil volverse adicto al placer. ¿A quién no le gusta experimentarlo? El problema radica en que el perseguirlo ciegamente anula nuestro buen juicio y doblega nuestra voluntad. Una vez nuestra capacidad para juzgar la consecuencia de nuestras acciones es secuestrada por el placer momentáneo, nuestros valores salen por la ventana.
Lo que se busca con esta reflexión no es satanizar el placer, sino reconocer que se puede convertir en un problema si no reconocemos que al volvernos sus esclavos, nuestro norte se pierde indefectiblemente.
En este sentido se puede decir que no hay placer más grande que sabernos dueños de nosotros mismos. Saber que tenemos la capacidad de aplazar el placer cuando es necesario y sabemos gozarlo cuando es conveniente.
Las tentaciones, entendidas como impulsividad en el actuar, dejan de tener tanta influencia sobre nosotros cuando sabemos cómo mantenerlas a raya por medio de un carácter forjado en el ejercicio diario de nuestros valores.
Entendamos nuestros impulsos. Liberémonos de los automatismos.
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